puedo describir aquel momento a la perfección. Es como si fuera la escena de una película que vi mil veces. Conozco el dialogo, conozco el movimiento de los actores, conozco la ropa que llevan puesta.
A veces, cuando navego en ese recuerdo le agrego una voz en off para rellenar los silencios. Cuando lo pienso a la distancia me causa un poco de gracia haberme quedado mudo en frente tuyo: vos siempre decías que yo tenía la palabra justa.
Aquel día me había despertado sintiéndome un hijo de puta. Vos me habías llamado para disculparte por una torpeza que habías cometido al poco tiempo de separarnos y yo te atendí sabiendo que no iba a aceptarlas.
La noche que nos separamos me encargué de destruir cualquier vínculo virtual que nos uniera. Bloqueé tus usuarios de las redes sociales y cuando estaba por eliminar tu número de celular se me ocurrió una idea mejor: cambiar el nombre que te había puesto en la agenda por un “No atiendas”. Si le hubiera hecho caso a lo que decía en la pantalla esa mañana no me hubiera despertado sintiéndome un hijo de puta.
Apenas escuché tu voz del otro lado del teléfono me transformé en otra persona. No sé qué te dije cuando atendí. Nunca hice el intento de recordarlo, tampoco. No me interesa saber que tan cruel puedo llegar a ser. Lo único que sé es que quería que te espantes. Quería no volver a saber de vos, al menos por un tiempo. No necesitaba que te vuelvas a disculpar por enésima vez, necesitaba que dejaras de existir. Te estaba pidiendo un favor en forma de insultos desmedidos.
“Por favor, amor: matate”
En la tarde del día que me desperté sintiéndome un hijo de puta te llamé. Tomé conciencia de lo que había hecho y quería arreglarlo. No nos merecíamos un final feliz, pero tampoco era necesario declarar la guerra.
Cuando me enteré del engaño me tomé unos días para terminar con la relación. Quería tener la oportunidad de despedirme de todo esas cosas que me gustaban hacer con vos y que ahora iba a tener que hacer solo.
La última noche que pasamos en mi casa también me sentí un hijo de puta. No podía dejar de pensar en que vos no sabías que esa era la última vez que íbamos a acostarnos en la misma cama. La última vez que ibas a pedirme que baje las persianas. La última vez que me ibas a escuchar decir que es mejor despertarse con el sol que con la alarma del teléfono. La última vez que ibas a enroscar tus piernas con las mías porque en mi cuarto siempre hace frío. La última vez que iba a darte un beso en el hombro antes de dormir.
Por un momento estuve a punto de decirte “abrazame fuerte y disfrutá esto porque mañana se termina” pero mi enojo me recordó que no te merecías ni ese último gesto.
La noche del día que me desperté sintiéndome un hijo de puta te tuve otra vez en mi cuarto. Cuando llegaste, Luis te abrió la puerta de casa y subiste a mi habitación. Yo te esperaba leyendo “Y un día Nico se fue…” acostado en la cama. Me parecía un lindo detalle.
Pude darme cuenta que nuestro nicho se había convertido para vos en territorio enemigo. Todos tus movimientos eran torpes. La incomodidad que sentías te hizo sentar en una de las esquinas de la cama. Casi cayéndote. Con miedo.
Estaba seguro que me ibas a pedir perdón nuevamente. Estaba seguro que habías ensayado una excusa razonable para no hacerme sentir un boludo por haber aceptado dejar de estar con otras personas. Pero a pesar de que en el último tiempo nuestra vida juntos se había vuelto aburrida y predecible, me sorprendiste.
“Me parece que nunca llegué a enamorarme”
Te tiré una mirada tan fulminante que no necesité de palabras para que entiendas que era hora de levantarte e irte de mi casa. Cuando estabas saliendo del cuarto me preguntaste si no nos íbamos a saludar siquiera. Te volví a mirar y esta vez te dije con los ojos “andate o entro a tu casa y te prendo fuego al gato, pedazo de mierda”.
Yo quería que te fueras para no tener que llorar enfrente tuyo. Yo quería que te fueras para que no me vieras destrozar contra la pared todos los objetos que había sobre el escritorio.
Después de repasar la escena de esa noche unas miles de veces finalmente lo entendí: me habías hecho el favor de matarte. Habías accedido a inmolarte porque sabías que no importaba cuantas cosas hirientes te dijera siempre iba a volver a llamar para disculparme. Uno de los dos tenía que interrumpir ese círculo vicioso. Y la única forma de hacerlo, era con un acto más imperdonable que el engaño.
Sí, yo te robé el recuerdo de la última noche que dormimos juntos…pero vos me robaste la sensación de haber sido amado por alguien.
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